lunes, 26 de noviembre de 2012

Montañas de una vida

"Las montañas no son más que el reflejo de nuestro espíritu"

Acabo de terminar este relato de un grande: Walter Bonatti. Si hay algo que puedo decir con seguridad de este libro es que es una lección: detrás de las hazañas de alpinismo extremo que narra, encontramos un personaje íntegro, que lucha por elegir su propio camino, un aventurero de verdad, ahora que abunda lo falso y lo comercial.

A lo largo de sus páginas nos introducimos en un mundo vertical, de hielo, tormentas, vivacs imposibles en un saliente de roca, avalanchas que pasan rozando la vida y te hacen plantearte lo pequeño y lo grande que es el hombre ante una cima.

Estremecedor es el relato de la tragedia del Pilar Central del Frêney. Cuando vuelve a aquel lugar, tiempo después, encuentra unos clavos: los puso él aquel día fatídico de 1961. Justo ahí empezó a morir uno de sus compañeros. Se agarra a las mismas cornisas donde ellos trataron de aguantar con sus últimas fuerzas, tratando de que la emoción no lo traicione y pueda mantener la cabeza fría. Esos objetos se convierten de repente en reliquias, tesoros que nos acercan a los que ya no están aquí: un clavo de hielo en una pared, a kilómetros de la civilización, en medio de la nada. Qué cosa más simple y más cargada de sentido.

El relato más humano de todos, aquel en el que el hombre toma conciencia de su dimensión, es en mi opinión, el de la subida invernal a la norte del Cervino en solitario. Al adentrarse en la montaña, al afrontar aquella vía inexplorada hasta ese momento, solo quedan de la civilización las pequeñas señales luminosas que un amigo le hace cada noche desde lejos. En la soledad aterradora de la noche y el hielo habla en voz alta con Zizì, el osito de trapo que la hija de un amigo le ha dado como mascota y que lleva colgado en la mochila.

"Sé que me estoy moviendo en los límites de lo posible, soy consciente de encontrarme tan fuera del mundo que si pienso en algo vivo, en la normalidad, me embarga la emoción" 

Bonatti lanza una bengala blanca y otra verde para indicar que todo va bien. La roja la lleva en la mochila por si decide retirarse. Enseguida se da cuenta de que no va a utilizarla y se deshace de ella. Ya no hay vuelta atrás. Está sólo, con la montaña. En esa bengala roja que cae al vacío sin haber sido utilizada van todas las cosas del mundo que no nos sirven. Seguramente cada uno de nosotros tengamos muchas bengalas rojas que tirar.

Cuando alcanza la cruz metálica de la cumbre, extenuado, asistimos al momento culminante del libro. Ahí se hace verdad algo que cuenta más adelante el mismo Bonatti, al hablar del alpinismo con medios técnicos: "no debemos olvidar que las grandes montañas tienen el valor del hombre que se mide con ellas. Si no, permanecen como estériles montones de piedras".

Leemos estos relatos con fascinación y envidia sana. Pocos de nosotros podríamos o querríamos realmente permitirnos emular a Bonatti, a Herzog, a Kukuczka, con todo lo que implicaría. Cada uno tenemos nuestro particular Annapurna, a veces tan válido como el de ellos. Pero acercarse a estas hazañas a través de la literatura nos hace tener otra perspectiva de la vida: no sólo alimentan nuestros sueños, también nuestro coraje, nuestra fortaleza, y sobre todo, la intención de no rendirse nunca.

domingo, 25 de noviembre de 2012

Maratón Divina Pastora. Valencia 18/11/2012

Segunda vez que participo en los 42,195 km.

Entrenamiento:
Poco. Estaba con cierto reposo desde los 100 km de la Madrid-Segovia en septiembre y en periodo de rehabilitación de los metatarsianos que al final me cobraron su peaje.

Expectativas:
Disfrutar de una ciudad que no conocía. Acabar sin dolor (sin mucho dolor). Hacer un tiempo similar o mejor al de la última y única vez que he corrido esta distancia.

En la línea de salida luce el sol. Nos habían pronosticado lluvia y la noche anterior cayó una tormenta de cuidado. Así que estamos todos realmente contentos de librarnos de acabar como sopas. 
Traca inicial en la salida: no podía ser de otro modo estando en Valencia.

Empiezo, como siempre, muy conservadora, pero empiezo a notar molestias musculares enseguida. Parece que a los diez kilómetros, en caliente, la cosa mejora y mi optimismo crece. Crece hasta que miro el reloj y constato, una vez más, que cada día soy más lenta. 
Observo a la gente que me rodea. Cada uno corre con un estilo distinto, algunos no tienen "pinta" de poder acabar un maratón. Si de algo te sirven estas carreras es para echar por tierra multitud de prejuicios: gente con sobrepeso, con pisada asimétrica, personas que parecen arrastrarse desde el primer kilómetro... muchos terminan porque han decidido acabar. A lo largo de esos cuarenta y dos kilómetros se concentra una cantidad infinita de fuerza de voluntad, de espíritu de superación y de fe en uno mismo, más allá de lo externo, de lo superficial. 
El primer individuo que tuvo la idea de poner a un corredor popular su nombre de pila en el dorsal no sabía (o sí) lo que estaba haciendo por nosotros. Oír durante cuatro horas y media tu nombre, junto con palabras de ánimo, cada vez que estás a punto de desfallecer, te da una energía suplementaria que no logra ningún gel de hidratos. Lo cierto es que llego bastante entera al km 21 y pienso: bueno, ya solo queda otro tanto. A partir de ahí y hasta el km 27, hay una recta interminable que se recorre primero en un sentido y luego en otro, aburridísima, sin apenas público. En ese momento me da un bajón anímico y llega el pensamiento fatal "¿por qué no me voy a mi casa?".
Un poco más adelante pasamos por un túnel subterráneo. Hay música tecno a todo volumen, adapto mi ritmo de carrera al pulso de la música durante unos minutos,  parece que pasa la nube y puedo continuar. En el 30 ya noto bastante dolor en la planta del pie derecho, pero me convenzo a mi misma pensando que es normal que te duela algo cuando llevas tantos kilómetros encima. En el 37 paso bajo una cortina de agua. Mucha gente camina ya. Hay un chico en el suelo con un calambre gemelar, al que intentan ayudar sus compañeros. Su gesto de dolor lo dice todo.
De repente subo el ritmo. Veo que estoy a punto de acabar y me da la sensación de ir sola, por lo estirado que va el pelotón. Estoy en un momento de sufrimiento extremo, literalmente a punto de llorar de agotamiento y dolor, pero el kilómetro final está lleno de público que repite tu nombre. Sabes que en cuestión de minutos todo habrá terminado.
Un corredor de cierta edad cae desplomado al suelo y en seguida la gente acude en su ayuda. 
 En la última curva, a trescientos metros de la meta, veo a mi marido y a mis hijos que me animan. Me emociono mucho, y más aún cuando piso la alfombra azul de la recta final, una plataforma sobre el agua que te hace sentir que flotas y vuelas, todo al mismo tiempo. 
Al cruzar la meta me quedo clavada, casi sin poder caminar, tratando de hacer avanzar a mi cuerpo hacia el avituallamiento. Tu cabeza da órdenes pero nada obedece. Apenas puedo mover el pie derecho. Parece que llevo ahí algo que no es mío, aunque duele y me hace cojear levemente. Viendo tanta gente tirada en el suelo, todavía me siento afortunada. Menos mal que el hotel está al lado, pienso.

Varias cosas he aprendido esta vez:

  1. Esta prueba requiere una fortaleza mental enorme. A diferencia de la montaña, que te alimenta a cada paso, el asfalto lo destruye todo y te da muy poco.
  2. Para mejorar, por poco que sea, hay que trabajar, o sea, entrenar. Y de manera muy global: cada parte del cuerpo cuenta.
  3. Casi cualquiera puede acabar un maratón. Ni siquiera te hace falta estar en una forma increíble, tener buenos genes o entrenar setenta kilómetros por semana:  "sólo" te hace falta un buen motivo, un excelente motivo que puedas repetirte durante cuatro o cinco horas seguidas.