Qué mejor manera
de inaugurar un blog que con la crónica de mi primera maratón urbana.
Tras dejar la
bolsa en el ropero, me voy a la línea de salida en Colón. Según el sistema de cajones me ha tocado con liebres más rápidas que yo.
Pido irme a uno más lento y me dicen que me quede aquí, que “total...” Bueno, a
mi no me gusta entorpecer a los demás corredores, pero ahí no parece haber
mucho control desde el cajón 3 hacia atrás. Me rodea mucha gente que ha venido
en grupo: bromean, se hacen fotos... Otros hablan con algún familiar, minutos antes
de la salida y a través de la valla que separa a la gente normal de “esos locos
que corren”. Un tipo lleva una camiseta dibujada por sus hijos, con su
particular visión de “el muro”: un señor despanzurrado contra una pared tres
veces más alta que él. “Este niño ha captado la esencia”, pienso sonriendo.
Otro comenta:
-
Yo lo
que quiero es salir vivo de la Casa de Campo
-
Eso
queremos todos- le respondo
Me encuentro con
Antonio “El Tragamillas”. Me dice que no sabe si esta vez va a terminar, que ya
ha corrido unas 60 maratones y le duele un poco el cuerpo. (Luego vi que acabó
en poco más de cuatro horas) Nos deseamos suerte y comienza la carrera.
En el móvil he
metido canciones que, según lo previsto, deberían durarme hasta cruzar meta. Se
han autocolocado por orden alfabético así que empieza sonando Akon. Con un
trote suave y la brigada paracaidista delante de mí, voy “calentando” motores
hasta el Bernabeu. Allí se separan los destinos de los maratonianos y la carrera
de 10 km. Estos últimos nos aplauden: “Vamos valientes, a por ello”, nos gritan.
El año pasado yo estaba de ese lado aplaudiendo a los maratonianos. Ahí es
cuando decidí estar en los 42 km hoy. Me empiezo a emocionar y pienso: “hala,
niña, las lágrimas para la meta, que te quedan 38 km todavía”
Escucho Born to run, por la zona de Chamartín;
de repente un italiano que corre en grupo se pega una torta monumental delante
de mí. “Acordonamos” la zona entre tres o cuatro y le ayudamos a levantarse.
Continúa como si nada, maldiciendo en su idioma a su propia torpeza. Yo no digo
nada, claro, me caí igual en la última San Silvestre.
Sé que voy entre
los globos de 4:00 horas y 4:15 y me siento fenomenal. En la fuente de los
Delfines suena Chet Baker, luego Ella Fitgerald; me arropan con su voz cálida y tan familiar
para mí. Llevo 12 kilómetros fresca como una lechuga, disfrutando de la
carrera. La zona de Guzmán el Bueno se estrecha bastante y aparece la primera
ambulancia llevándose a alguien. Casi nos hace saltarnos la alfombrilla de
control. En Alberto Aguilera (km. 16) de repente me desoriento, como si no
conociera la calle, pero al llegar a Fuencarral, con la Gran Vía a la vista
empiezan otra vez los pensamientos positivos: la primera vez que corrí en
montaña y la sensación de grandeza y pequeñez mezcladas que sentí al subir a lo
más alto.
Después viene uno
de los momentos más bonitos de la carrera: Gran Vía, Preciados, la Puerta del Sol
y la calle Mayor. Todo atestado de gente animando y con el pelotón tan estirado
que parece que te animan a ti sola. La inyección de moral es increíble. De ahí
al final de Ferraz se me pasa volando. Hago la media en menos tiempo que la
carrera de hace quince días.
En la acera, el Samur atiende a alguien. Me tomo media
barrita de frutos rojos: dos centímetros cúbicos de comida que me saben al pastel
más delicioso del mundo. En toda la carrera voy alternando el agua que nos dan
cada 5 km con mi isotónico, con lo cual bebo un sorbo cada 2,5 km. La avenida
de Valladolid se hace interminable y al girar hacia la Casa de Campo oigo mi
nombre: Juan y su familia, animando. De repente tengo alas en los pies, aunque
me duran hasta el final del primer repecho de ese infierno que es la zona del
lago. Ya no hay público. Solo somos gente arrastrando los pies y pasando uno de
los momentos más duros de la carrera, en mi opinión, los km que van desde el 27
al 32. En medio de esta “noche de los muertos vivientes” empiezo a pensar en mi
padre y en qué diría si hubiera podido verme aquí, intentando acabar un maratón. La casualidad hace que empiece a
sonar Angel de Robbie Wiliiams y se
me hace un nudo en la garganta que corta mi ritmo de respiración. Un chico me
pregunta si estoy bien. Empiezo a pensar en otras cosas para salir de ese bache
y comienzo a respirar con normalidad de nuevo.
Un poco más adelante se me pegan
los globos de 4.30 y aunque se me escapan, yo ya sé que voy a hacer ese tiempo neto.
En la Avenida de
Portugal me vuelvo a meter bajo una cortina de agua mientras suena The End, de los Doors. Muy apropiado,
pienso. En ese momento, esta psicodelia se parece a la sensación de irrealidad que
tengo encima, donde no quiero pensar en las plantas de los pies ni en mis
tobillos para olvidarme de que existe el dolor y que lo llevo puesto hace rato.
Mis cuádriceps y tendones rotulianos parecen estar contentos, entre el
antiinflamatorio que me tomé en el km. 20 y las toneladas de Reflex que me han
ido facilitando los patinadores.
En el km 37 la
mayoría de mis compañeros de carrera va andando. Yo me he propuesto correr
hasta el final. No quiero parar. “Deja que tire tu cabeza, tienes que ser muy
fuerte ahora” me dice una chica con la que me he encontrado 3 veces. Subo Alfonso
XII, que a estas alturas me parece una etapa de montaña del Tour de Francia.
Entro en el Retiro intentando esprintar. “A darlo todo”, me digo. “No te quedes
con nada”.
Cruzo la meta con los brazos en alto y lágrimas en los ojos. Me acuerdo
de las palabras de Kilian Jornet cuando, muchas horas después de él, ve al grueso de carrera del UTMB entrar
en meta y emocionarse. “Qué cabrones, -dice- ellos sí
que han ganado”. Pues eso, Kilian: yo también he ganado.
Gracias a todos
los que han puesto su granito de arena para hacerme sentir que podía cumplir
este reto personal.