lunes, 24 de septiembre de 2012

100 km. Madrid-Segovia

Cuando me inscribí en esta carrera, lo hice con las dudas de quien no ha hecho nunca cien kilómetros. El objetivo no podía ser otro que llegar. La misma mañana de la carrera se empezaron a cruzar en mi cabeza todo tipo de inseguridades: ¿por qué me he apuntado? Esto es una locura. No voy  a poder. En la línea de meta había caras de preocupación. Hablas con amigos que ya han pasado esa experiencia. Te cuentan que hay que dosificarse, alimentarse a conciencia, subir andando-bajar trotando, usar la cabeza... Que cuando llegas a meta lo único que quieres es que alguien te felicite y te abrace.

Los primeros treinta kilómetros se pasan bien. Todavía no aprieta el calor. Los nervios iniciales han pasado: hay que ser muy precavido para no lanzarse y reservar energía para los momentos más duros. Vamos en grupo, hablando y compartiendo nuestras sensaciones. A medida que la carrera avanza los silencios son más largos. Cada uno se concentra en su propio caminar, aunque nos esforzamos por no parecer barcos a la deriva; en estos momentos, cuando animas a quien va a tu lado, en el fondo no dejas de animarte a tí mismo.

Al recordar ahora retrospectivamente todo el recorrido, me vienen multitud de detalles: las niñas con la camiseta del Tierra Trágame, desgañitándose para animarme cada vez que las vi en varios puntos de la carrera, el señor de más de sesenta años que había hecho veinte carreras de cien kilómetros, junto al que caminé un buen rato, los voluntarios, amables y cercanos en todo momento, el calor del mediodía, que fue lo único que me hizo dudar por un momento de mis posibilidades de acabar, la puesta de sol preciosa, desde lo alto, viendo la civilización a lo lejos y las dos torres bajo las cuales habíamos comenzado a correr hacía ya muchas horas...

En una carrera de más de cuarenta kilómetros, cuyo resultado para un corredor popular escapa a lo predecible por la cantidad de factores que entran en juego,  hay un momento en el que sabes que vas a llegar. Es una certeza que va más allá del simple "deseo" de llegar que tienes en el arco de salida. Este cambio que se opera en la mente, desde el "ojalá acabe la carrera" hasta el "sé que voy a acabar", a mi me sucedió en el kilómetro cincuenta y cuatro. Esta certidumbre me hizo olvidar durante muchos minutos, que cuando has decidido ser equipo, lo más importante es evaluar el sufrimiento de quienes te acompañan y actuar en consecuencia. Pensar que parar no es una derrota, sino una concesión momentánea, porque como bien decía el lema del maratón de Nueva York "the race ends, the road never does". En cualquier caso, ahora ya no podemos pensar en otra cosa más que en lo sucedido. No se puede dar marcha atrás al tiempo, pero tengo claro que si algo desvirtúa la sensación de plenitud que me puede haber dejado esta carrera es la constatación del dolor ajeno y la posibilidad de que ese dolor no compense la victoria.

Cuando te quedan veinticinco kilómetros para la meta, ya da todo igual. Tu cuerpo se mueve como el de un autómata y se acostumbra al dolor de cada paso. Sólo funcionan los mecanismos mentales rutinarios: contar, canturrear. Desaparece cualquier pensamiento creativo, cualquier posibilidad de inspiración. Bajando desde la Fuenfría pedí a mi cuerpo un último esfuerzo para trotar, para "dejarme caer" hasta la Cruz de la Gallega. Al menos ahí ya vería las luces de Segovia, pero sentí que el trote que podía acometer era poco efectivo en cuanto a ganancia de tiempo y costoso muscularmente: en resumen, no resultaba rentable. Dos corredores que habían parado conmigo en el alto del puerto me pasaron corriendo. Doscientos metros antes del siguiente avituallamiento estaban desfondados y volvieron a andar. Les dejé atrás de nuevo. Ahí me di cuenta de que da igual correr o andar: hay que AVANZAR SIN PAUSA Es la clave para llegar.

Poco después el cansancio hacía que se me cerrasen los ojos y decidí tomarme un gel con cafeína para no dormirme de pie. Oía que me llamaban, pero no era nadie. Veía sombras entre los árboles, fantasmas desdibujados que acompañaban a los cientos de zombis que aún estábamos ahí, con un mismo objetivo: llegar, llegar de una vez. Hacía tiempo que se había acabado la batería de mi Garmin. No sabía la hora ni donde estaba. No quería hablar con nadie ni escuchar ninguna conversación. Los diálogos se limitaban a la información de los kilómetros que quedaban hasta el final, en una cuenta atrás llena de agonía para muchos. En medio de la noche, los frontales de quienes todavía estaban en la montaña formaban una hilera de luz, como un gusano gigante que desciendese desde lo alto hacia la ciudad. La imagen era impactante.

A un kilómetro de la meta de repente se esfumó el dolor. Aparece alguien que no conoces, que vuelve a su casa a las cuatro de la mañana, en una calle solitaria de Segovia. Te anima por tu nombre, escrito en el dorsal. Oyes decir "vamos, valiente, la meta está ahí abajo, ya has llegado". Mi cuerpo quería correr, volar, sabiendo que era el último esfuerzo, que daba lo mismo llegar sin aliento, porque ahí, a cuatro minutos estaba el final. Corrí cuanto pude, cuesta abajo, dejando atrás a mis compañeros, en un gesto que seguramente era insolidario. Pero mi cabeza se rindió en ese momento, lo lógico y lo ético dejaron de existir. Crucé la meta oyendo aplausos, sin sensación de cansancio. Sin sensación, en realidad, porque ya no sientes tu cuerpo.

Y vi que era cierto, que lo único que necesitas cuando acabas una carrera de cien kilómetros es que alguien te felicite y te de un abrazo.


Gracias a Juan A. por tu valor, a Juan, por tu fortaleza, a Jorge, por tu aparición providencial, a Raúl por tu generosidad, a Ana, Manu, Belén, Rita, Ainhoa, Alberto, Diego, Yolanda, Emilio, Pedro, Eduardo, Juan Carlos, por vuestros ánimos y vuestras presencias reales y virtuales, a Claudio por creer y esperar.

miércoles, 19 de septiembre de 2012

De qué hablo cuando hablo de ultrafondo


Mientras trotábamos por Boadilla hace unos días, unos amigos corredores y yo veníamos hablando de las cosas que te dice la gente cuando averiguan que vas a hacer una prueba de 100 km, o que te gusta entrenar por montaña haciendo tiradas largas, de más de  30 o 40 kilómetros. Nadie te dice nada cuando corres 45 minutos o una hora por un parque, al lado de tu casa. Eso entra dentro de lo normal. Ir a Fitness, Body Pump, Body training o cualquier otro Body de moda en los gimnasios, también. Lo otro forma parte de una especie de locura de la que eres acusado sistemáticamente bajo diversas formas.

Este sería, en resumen, el ACUSARIO que unos y otros corredores de fondo escuchamos a menudo:

Estás loco, se te ha ido la pinza: acusación de  lo más normal, insulsa. La verdadera locura es 
levantarse todos los días a la misma hora, hacer un trabajo que no te gusta, llegar muerto a casa a dormir, para volver a empezar al día siguiente y todo porque al final de mes, si no pagas la hipoteca, el banco te quita la casa donde vives. Eso es locura. El mundo es un manicomio, en realidad.

Estás paranoico: esta es curiosa Si consideramos que corres porque te sientes perseguido, es bastante certero, la verdad. Pero creo que no es el caso de ninguno de los que conozco y entrenan conmigo. La Wikipedia hace referencia a un componente deacusado narcisismo, en individuos que se han visto expuestos a serias frustraciones, hallándose consecuentemente dotados de una baja autoestima. Si tienes eso tan complicado en la cabeza, yo creo que no se te mueven ni las piernas...

Eso que haces de correr es una huida de tus problemas: ¡pero si no tengo problemas! Bueno, los problemas los tengo cuando no salgo a correr, por no liberar energía y sentirme  como un león enjaulado.

Estás recuperando una infancia o adolescencia que no viviste: ¿conocéis a algún chaval de 12 años que entrene larga distancia?

Te vas a estropear las articulaciones: este me hace gracia, sobre todo cuando me lo dice un compañero con sobrepeso y el colesterol por las nubes.

Nosotros, por nuestra parte también tenemos un EXCUSARIO, para quitarnos de en medio las críticas cuando nos conviene:

Corro para estar en forma: falso, ¿quién dijo que era “sano” correr un maratón?

Hay crisis y hay que hacer deporte. Al fin y al cabo correr sale muy barato, solo necesitas unas zapatillas: falso, falsísimo. ¿Qué zapatillas? ¿trail, asfalto, las de pista para hacer series? ¿con Gore Tex para el invierno? Todos tenemos varios pares. Las camisetas técnicas, mejor. El algodón se empapa ¿Y el pulsómetro con GPS? Es útil. La banda para el teléfono, la Camelbak, el cinturón de hidratación ¿Y qué me decís de esos cortavientos que caben en un puño cerrado? ¿O el frontal? Es que en invierno anochece muy pronto. ¿Las barritas o el gel de esa marca que nos gusta tanto?

“Ligar”. La imagen del glamour: un grupito en mallas, sudando y con cara de tener reventado el hígado... sinceramente, no. Bueno, a lo mejor a alguien le ha funcionado.

Espíritu competitivo: muy discutible. La mayoría de la gente que conozco (salvo alguna excepción) compite consigo mismo y no sólo en cuestiones tan triviales como bajar de tiempo. Adquirir más técnica, disfrutar de la carrera, explorar senderos nuevos... todo eso entra dentro de una idea de superación que trasciende el cronómetro (sobre todo para mi, que soy lenta, lenta).

Leí hace poco en un blog que la larga distancia no se busca, te encuentra ella a ti. Y creo que es totalmente cierto. Exigir al cuerpo los esfuerzos enormes que esto conlleva necesita de la participación de la mente en un porcentaje que a muchos sorprendería. Cuántos corredores coinciden en decir que es tu cabeza la que acaba un maratón o una prueba de ultrafondo. En esa lucha contra uno mismo, contra la parte de ti que quiere parar y volver a casa, se ponen en juego muchas cosas. No he conocido una actividad que suponga más introspección y autoconocimiento que la carrera de larga distancia.

Entrenar la mente para dominar tu cuerpo: lo que realmente “engancha” es la sensación de poder que experimentas sobre ti mismo, creerte capaz de superar no sólo esa carrera, sino los obstáculos que va a ponerte la vida, saber que puedes sacar partido del sufrimiento máximo, cuando cada pisada es dolor, cuando la palabra NO desaparece de tu mente y ni siquiera es una opción. Al llegar a ese punto solo queda de ti lo esencial, tu “yo” más sincero. Lo de fuera ya no importa. El “mundo real” con sus idas y venidas, los problemas, las discusiones... se ve empequeñecido ante una actividad que en el fondo tiene dimensiones épicas, aunque muchos piensen eso: que estamos locos, que es absurdo.

Cuando leía este verano el relato de Herzog conquistando el Annapurna, me estremecí ante las penalidades extremas que cuenta en el descenso de esa cumbre mítica. Después de aquello nada volvió a ser igual en su vida. Por eso concluye que el alpinismo es una forma de expresión. Yo también lo creo. Y por eso mismo creo que para quienes nos planteamos correr cien kilómetros, también el ultrafondo es nuestra forma de expresión. Va más allá de un simple deporte y se convierte en un modo de ver la vida, que si de algo te sirve, entre otros aspectos, es para perder el miedo a muchas cosas, para buscar tu ballena blanca, que diría Melville, a pesar de que nunca la encontremos. 
Para decirte cada mañana, día a día, cuando te despiertas: “voy a poder”.