lunes, 26 de noviembre de 2012

Montañas de una vida

"Las montañas no son más que el reflejo de nuestro espíritu"

Acabo de terminar este relato de un grande: Walter Bonatti. Si hay algo que puedo decir con seguridad de este libro es que es una lección: detrás de las hazañas de alpinismo extremo que narra, encontramos un personaje íntegro, que lucha por elegir su propio camino, un aventurero de verdad, ahora que abunda lo falso y lo comercial.

A lo largo de sus páginas nos introducimos en un mundo vertical, de hielo, tormentas, vivacs imposibles en un saliente de roca, avalanchas que pasan rozando la vida y te hacen plantearte lo pequeño y lo grande que es el hombre ante una cima.

Estremecedor es el relato de la tragedia del Pilar Central del Frêney. Cuando vuelve a aquel lugar, tiempo después, encuentra unos clavos: los puso él aquel día fatídico de 1961. Justo ahí empezó a morir uno de sus compañeros. Se agarra a las mismas cornisas donde ellos trataron de aguantar con sus últimas fuerzas, tratando de que la emoción no lo traicione y pueda mantener la cabeza fría. Esos objetos se convierten de repente en reliquias, tesoros que nos acercan a los que ya no están aquí: un clavo de hielo en una pared, a kilómetros de la civilización, en medio de la nada. Qué cosa más simple y más cargada de sentido.

El relato más humano de todos, aquel en el que el hombre toma conciencia de su dimensión, es en mi opinión, el de la subida invernal a la norte del Cervino en solitario. Al adentrarse en la montaña, al afrontar aquella vía inexplorada hasta ese momento, solo quedan de la civilización las pequeñas señales luminosas que un amigo le hace cada noche desde lejos. En la soledad aterradora de la noche y el hielo habla en voz alta con Zizì, el osito de trapo que la hija de un amigo le ha dado como mascota y que lleva colgado en la mochila.

"Sé que me estoy moviendo en los límites de lo posible, soy consciente de encontrarme tan fuera del mundo que si pienso en algo vivo, en la normalidad, me embarga la emoción" 

Bonatti lanza una bengala blanca y otra verde para indicar que todo va bien. La roja la lleva en la mochila por si decide retirarse. Enseguida se da cuenta de que no va a utilizarla y se deshace de ella. Ya no hay vuelta atrás. Está sólo, con la montaña. En esa bengala roja que cae al vacío sin haber sido utilizada van todas las cosas del mundo que no nos sirven. Seguramente cada uno de nosotros tengamos muchas bengalas rojas que tirar.

Cuando alcanza la cruz metálica de la cumbre, extenuado, asistimos al momento culminante del libro. Ahí se hace verdad algo que cuenta más adelante el mismo Bonatti, al hablar del alpinismo con medios técnicos: "no debemos olvidar que las grandes montañas tienen el valor del hombre que se mide con ellas. Si no, permanecen como estériles montones de piedras".

Leemos estos relatos con fascinación y envidia sana. Pocos de nosotros podríamos o querríamos realmente permitirnos emular a Bonatti, a Herzog, a Kukuczka, con todo lo que implicaría. Cada uno tenemos nuestro particular Annapurna, a veces tan válido como el de ellos. Pero acercarse a estas hazañas a través de la literatura nos hace tener otra perspectiva de la vida: no sólo alimentan nuestros sueños, también nuestro coraje, nuestra fortaleza, y sobre todo, la intención de no rendirse nunca.

domingo, 25 de noviembre de 2012

Maratón Divina Pastora. Valencia 18/11/2012

Segunda vez que participo en los 42,195 km.

Entrenamiento:
Poco. Estaba con cierto reposo desde los 100 km de la Madrid-Segovia en septiembre y en periodo de rehabilitación de los metatarsianos que al final me cobraron su peaje.

Expectativas:
Disfrutar de una ciudad que no conocía. Acabar sin dolor (sin mucho dolor). Hacer un tiempo similar o mejor al de la última y única vez que he corrido esta distancia.

En la línea de salida luce el sol. Nos habían pronosticado lluvia y la noche anterior cayó una tormenta de cuidado. Así que estamos todos realmente contentos de librarnos de acabar como sopas. 
Traca inicial en la salida: no podía ser de otro modo estando en Valencia.

Empiezo, como siempre, muy conservadora, pero empiezo a notar molestias musculares enseguida. Parece que a los diez kilómetros, en caliente, la cosa mejora y mi optimismo crece. Crece hasta que miro el reloj y constato, una vez más, que cada día soy más lenta. 
Observo a la gente que me rodea. Cada uno corre con un estilo distinto, algunos no tienen "pinta" de poder acabar un maratón. Si de algo te sirven estas carreras es para echar por tierra multitud de prejuicios: gente con sobrepeso, con pisada asimétrica, personas que parecen arrastrarse desde el primer kilómetro... muchos terminan porque han decidido acabar. A lo largo de esos cuarenta y dos kilómetros se concentra una cantidad infinita de fuerza de voluntad, de espíritu de superación y de fe en uno mismo, más allá de lo externo, de lo superficial. 
El primer individuo que tuvo la idea de poner a un corredor popular su nombre de pila en el dorsal no sabía (o sí) lo que estaba haciendo por nosotros. Oír durante cuatro horas y media tu nombre, junto con palabras de ánimo, cada vez que estás a punto de desfallecer, te da una energía suplementaria que no logra ningún gel de hidratos. Lo cierto es que llego bastante entera al km 21 y pienso: bueno, ya solo queda otro tanto. A partir de ahí y hasta el km 27, hay una recta interminable que se recorre primero en un sentido y luego en otro, aburridísima, sin apenas público. En ese momento me da un bajón anímico y llega el pensamiento fatal "¿por qué no me voy a mi casa?".
Un poco más adelante pasamos por un túnel subterráneo. Hay música tecno a todo volumen, adapto mi ritmo de carrera al pulso de la música durante unos minutos,  parece que pasa la nube y puedo continuar. En el 30 ya noto bastante dolor en la planta del pie derecho, pero me convenzo a mi misma pensando que es normal que te duela algo cuando llevas tantos kilómetros encima. En el 37 paso bajo una cortina de agua. Mucha gente camina ya. Hay un chico en el suelo con un calambre gemelar, al que intentan ayudar sus compañeros. Su gesto de dolor lo dice todo.
De repente subo el ritmo. Veo que estoy a punto de acabar y me da la sensación de ir sola, por lo estirado que va el pelotón. Estoy en un momento de sufrimiento extremo, literalmente a punto de llorar de agotamiento y dolor, pero el kilómetro final está lleno de público que repite tu nombre. Sabes que en cuestión de minutos todo habrá terminado.
Un corredor de cierta edad cae desplomado al suelo y en seguida la gente acude en su ayuda. 
 En la última curva, a trescientos metros de la meta, veo a mi marido y a mis hijos que me animan. Me emociono mucho, y más aún cuando piso la alfombra azul de la recta final, una plataforma sobre el agua que te hace sentir que flotas y vuelas, todo al mismo tiempo. 
Al cruzar la meta me quedo clavada, casi sin poder caminar, tratando de hacer avanzar a mi cuerpo hacia el avituallamiento. Tu cabeza da órdenes pero nada obedece. Apenas puedo mover el pie derecho. Parece que llevo ahí algo que no es mío, aunque duele y me hace cojear levemente. Viendo tanta gente tirada en el suelo, todavía me siento afortunada. Menos mal que el hotel está al lado, pienso.

Varias cosas he aprendido esta vez:

  1. Esta prueba requiere una fortaleza mental enorme. A diferencia de la montaña, que te alimenta a cada paso, el asfalto lo destruye todo y te da muy poco.
  2. Para mejorar, por poco que sea, hay que trabajar, o sea, entrenar. Y de manera muy global: cada parte del cuerpo cuenta.
  3. Casi cualquiera puede acabar un maratón. Ni siquiera te hace falta estar en una forma increíble, tener buenos genes o entrenar setenta kilómetros por semana:  "sólo" te hace falta un buen motivo, un excelente motivo que puedas repetirte durante cuatro o cinco horas seguidas.



lunes, 24 de septiembre de 2012

100 km. Madrid-Segovia

Cuando me inscribí en esta carrera, lo hice con las dudas de quien no ha hecho nunca cien kilómetros. El objetivo no podía ser otro que llegar. La misma mañana de la carrera se empezaron a cruzar en mi cabeza todo tipo de inseguridades: ¿por qué me he apuntado? Esto es una locura. No voy  a poder. En la línea de meta había caras de preocupación. Hablas con amigos que ya han pasado esa experiencia. Te cuentan que hay que dosificarse, alimentarse a conciencia, subir andando-bajar trotando, usar la cabeza... Que cuando llegas a meta lo único que quieres es que alguien te felicite y te abrace.

Los primeros treinta kilómetros se pasan bien. Todavía no aprieta el calor. Los nervios iniciales han pasado: hay que ser muy precavido para no lanzarse y reservar energía para los momentos más duros. Vamos en grupo, hablando y compartiendo nuestras sensaciones. A medida que la carrera avanza los silencios son más largos. Cada uno se concentra en su propio caminar, aunque nos esforzamos por no parecer barcos a la deriva; en estos momentos, cuando animas a quien va a tu lado, en el fondo no dejas de animarte a tí mismo.

Al recordar ahora retrospectivamente todo el recorrido, me vienen multitud de detalles: las niñas con la camiseta del Tierra Trágame, desgañitándose para animarme cada vez que las vi en varios puntos de la carrera, el señor de más de sesenta años que había hecho veinte carreras de cien kilómetros, junto al que caminé un buen rato, los voluntarios, amables y cercanos en todo momento, el calor del mediodía, que fue lo único que me hizo dudar por un momento de mis posibilidades de acabar, la puesta de sol preciosa, desde lo alto, viendo la civilización a lo lejos y las dos torres bajo las cuales habíamos comenzado a correr hacía ya muchas horas...

En una carrera de más de cuarenta kilómetros, cuyo resultado para un corredor popular escapa a lo predecible por la cantidad de factores que entran en juego,  hay un momento en el que sabes que vas a llegar. Es una certeza que va más allá del simple "deseo" de llegar que tienes en el arco de salida. Este cambio que se opera en la mente, desde el "ojalá acabe la carrera" hasta el "sé que voy a acabar", a mi me sucedió en el kilómetro cincuenta y cuatro. Esta certidumbre me hizo olvidar durante muchos minutos, que cuando has decidido ser equipo, lo más importante es evaluar el sufrimiento de quienes te acompañan y actuar en consecuencia. Pensar que parar no es una derrota, sino una concesión momentánea, porque como bien decía el lema del maratón de Nueva York "the race ends, the road never does". En cualquier caso, ahora ya no podemos pensar en otra cosa más que en lo sucedido. No se puede dar marcha atrás al tiempo, pero tengo claro que si algo desvirtúa la sensación de plenitud que me puede haber dejado esta carrera es la constatación del dolor ajeno y la posibilidad de que ese dolor no compense la victoria.

Cuando te quedan veinticinco kilómetros para la meta, ya da todo igual. Tu cuerpo se mueve como el de un autómata y se acostumbra al dolor de cada paso. Sólo funcionan los mecanismos mentales rutinarios: contar, canturrear. Desaparece cualquier pensamiento creativo, cualquier posibilidad de inspiración. Bajando desde la Fuenfría pedí a mi cuerpo un último esfuerzo para trotar, para "dejarme caer" hasta la Cruz de la Gallega. Al menos ahí ya vería las luces de Segovia, pero sentí que el trote que podía acometer era poco efectivo en cuanto a ganancia de tiempo y costoso muscularmente: en resumen, no resultaba rentable. Dos corredores que habían parado conmigo en el alto del puerto me pasaron corriendo. Doscientos metros antes del siguiente avituallamiento estaban desfondados y volvieron a andar. Les dejé atrás de nuevo. Ahí me di cuenta de que da igual correr o andar: hay que AVANZAR SIN PAUSA Es la clave para llegar.

Poco después el cansancio hacía que se me cerrasen los ojos y decidí tomarme un gel con cafeína para no dormirme de pie. Oía que me llamaban, pero no era nadie. Veía sombras entre los árboles, fantasmas desdibujados que acompañaban a los cientos de zombis que aún estábamos ahí, con un mismo objetivo: llegar, llegar de una vez. Hacía tiempo que se había acabado la batería de mi Garmin. No sabía la hora ni donde estaba. No quería hablar con nadie ni escuchar ninguna conversación. Los diálogos se limitaban a la información de los kilómetros que quedaban hasta el final, en una cuenta atrás llena de agonía para muchos. En medio de la noche, los frontales de quienes todavía estaban en la montaña formaban una hilera de luz, como un gusano gigante que desciendese desde lo alto hacia la ciudad. La imagen era impactante.

A un kilómetro de la meta de repente se esfumó el dolor. Aparece alguien que no conoces, que vuelve a su casa a las cuatro de la mañana, en una calle solitaria de Segovia. Te anima por tu nombre, escrito en el dorsal. Oyes decir "vamos, valiente, la meta está ahí abajo, ya has llegado". Mi cuerpo quería correr, volar, sabiendo que era el último esfuerzo, que daba lo mismo llegar sin aliento, porque ahí, a cuatro minutos estaba el final. Corrí cuanto pude, cuesta abajo, dejando atrás a mis compañeros, en un gesto que seguramente era insolidario. Pero mi cabeza se rindió en ese momento, lo lógico y lo ético dejaron de existir. Crucé la meta oyendo aplausos, sin sensación de cansancio. Sin sensación, en realidad, porque ya no sientes tu cuerpo.

Y vi que era cierto, que lo único que necesitas cuando acabas una carrera de cien kilómetros es que alguien te felicite y te de un abrazo.


Gracias a Juan A. por tu valor, a Juan, por tu fortaleza, a Jorge, por tu aparición providencial, a Raúl por tu generosidad, a Ana, Manu, Belén, Rita, Ainhoa, Alberto, Diego, Yolanda, Emilio, Pedro, Eduardo, Juan Carlos, por vuestros ánimos y vuestras presencias reales y virtuales, a Claudio por creer y esperar.

miércoles, 19 de septiembre de 2012

De qué hablo cuando hablo de ultrafondo


Mientras trotábamos por Boadilla hace unos días, unos amigos corredores y yo veníamos hablando de las cosas que te dice la gente cuando averiguan que vas a hacer una prueba de 100 km, o que te gusta entrenar por montaña haciendo tiradas largas, de más de  30 o 40 kilómetros. Nadie te dice nada cuando corres 45 minutos o una hora por un parque, al lado de tu casa. Eso entra dentro de lo normal. Ir a Fitness, Body Pump, Body training o cualquier otro Body de moda en los gimnasios, también. Lo otro forma parte de una especie de locura de la que eres acusado sistemáticamente bajo diversas formas.

Este sería, en resumen, el ACUSARIO que unos y otros corredores de fondo escuchamos a menudo:

Estás loco, se te ha ido la pinza: acusación de  lo más normal, insulsa. La verdadera locura es 
levantarse todos los días a la misma hora, hacer un trabajo que no te gusta, llegar muerto a casa a dormir, para volver a empezar al día siguiente y todo porque al final de mes, si no pagas la hipoteca, el banco te quita la casa donde vives. Eso es locura. El mundo es un manicomio, en realidad.

Estás paranoico: esta es curiosa Si consideramos que corres porque te sientes perseguido, es bastante certero, la verdad. Pero creo que no es el caso de ninguno de los que conozco y entrenan conmigo. La Wikipedia hace referencia a un componente deacusado narcisismo, en individuos que se han visto expuestos a serias frustraciones, hallándose consecuentemente dotados de una baja autoestima. Si tienes eso tan complicado en la cabeza, yo creo que no se te mueven ni las piernas...

Eso que haces de correr es una huida de tus problemas: ¡pero si no tengo problemas! Bueno, los problemas los tengo cuando no salgo a correr, por no liberar energía y sentirme  como un león enjaulado.

Estás recuperando una infancia o adolescencia que no viviste: ¿conocéis a algún chaval de 12 años que entrene larga distancia?

Te vas a estropear las articulaciones: este me hace gracia, sobre todo cuando me lo dice un compañero con sobrepeso y el colesterol por las nubes.

Nosotros, por nuestra parte también tenemos un EXCUSARIO, para quitarnos de en medio las críticas cuando nos conviene:

Corro para estar en forma: falso, ¿quién dijo que era “sano” correr un maratón?

Hay crisis y hay que hacer deporte. Al fin y al cabo correr sale muy barato, solo necesitas unas zapatillas: falso, falsísimo. ¿Qué zapatillas? ¿trail, asfalto, las de pista para hacer series? ¿con Gore Tex para el invierno? Todos tenemos varios pares. Las camisetas técnicas, mejor. El algodón se empapa ¿Y el pulsómetro con GPS? Es útil. La banda para el teléfono, la Camelbak, el cinturón de hidratación ¿Y qué me decís de esos cortavientos que caben en un puño cerrado? ¿O el frontal? Es que en invierno anochece muy pronto. ¿Las barritas o el gel de esa marca que nos gusta tanto?

“Ligar”. La imagen del glamour: un grupito en mallas, sudando y con cara de tener reventado el hígado... sinceramente, no. Bueno, a lo mejor a alguien le ha funcionado.

Espíritu competitivo: muy discutible. La mayoría de la gente que conozco (salvo alguna excepción) compite consigo mismo y no sólo en cuestiones tan triviales como bajar de tiempo. Adquirir más técnica, disfrutar de la carrera, explorar senderos nuevos... todo eso entra dentro de una idea de superación que trasciende el cronómetro (sobre todo para mi, que soy lenta, lenta).

Leí hace poco en un blog que la larga distancia no se busca, te encuentra ella a ti. Y creo que es totalmente cierto. Exigir al cuerpo los esfuerzos enormes que esto conlleva necesita de la participación de la mente en un porcentaje que a muchos sorprendería. Cuántos corredores coinciden en decir que es tu cabeza la que acaba un maratón o una prueba de ultrafondo. En esa lucha contra uno mismo, contra la parte de ti que quiere parar y volver a casa, se ponen en juego muchas cosas. No he conocido una actividad que suponga más introspección y autoconocimiento que la carrera de larga distancia.

Entrenar la mente para dominar tu cuerpo: lo que realmente “engancha” es la sensación de poder que experimentas sobre ti mismo, creerte capaz de superar no sólo esa carrera, sino los obstáculos que va a ponerte la vida, saber que puedes sacar partido del sufrimiento máximo, cuando cada pisada es dolor, cuando la palabra NO desaparece de tu mente y ni siquiera es una opción. Al llegar a ese punto solo queda de ti lo esencial, tu “yo” más sincero. Lo de fuera ya no importa. El “mundo real” con sus idas y venidas, los problemas, las discusiones... se ve empequeñecido ante una actividad que en el fondo tiene dimensiones épicas, aunque muchos piensen eso: que estamos locos, que es absurdo.

Cuando leía este verano el relato de Herzog conquistando el Annapurna, me estremecí ante las penalidades extremas que cuenta en el descenso de esa cumbre mítica. Después de aquello nada volvió a ser igual en su vida. Por eso concluye que el alpinismo es una forma de expresión. Yo también lo creo. Y por eso mismo creo que para quienes nos planteamos correr cien kilómetros, también el ultrafondo es nuestra forma de expresión. Va más allá de un simple deporte y se convierte en un modo de ver la vida, que si de algo te sirve, entre otros aspectos, es para perder el miedo a muchas cosas, para buscar tu ballena blanca, que diría Melville, a pesar de que nunca la encontremos. 
Para decirte cada mañana, día a día, cuando te despiertas: “voy a poder”.

lunes, 23 de abril de 2012

Maratón Madrid 2012


Qué mejor manera de inaugurar un blog que con la crónica de mi primera maratón urbana.
Tras dejar la bolsa en el ropero, me voy a la línea de salida en Colón.  Según el sistema de cajones  me ha tocado con liebres más rápidas que yo. Pido irme a uno más lento y me dicen que me quede aquí, que “total...” Bueno, a mi no me gusta entorpecer a los demás corredores, pero ahí no parece haber mucho control desde el cajón 3 hacia atrás. Me rodea mucha gente que ha venido en grupo: bromean, se hacen fotos... Otros hablan con algún familiar, minutos antes de la salida y a través de la valla que separa a la gente normal de “esos locos que corren”. Un tipo lleva una camiseta dibujada por sus hijos, con su particular visión de “el muro”: un señor despanzurrado contra una pared tres veces más alta que él. “Este niño ha captado la esencia”, pienso sonriendo.

Otro comenta:
-          Yo lo que quiero es salir vivo de la Casa de Campo
-          Eso queremos todos-  le respondo

Me encuentro con Antonio “El Tragamillas”. Me dice que no sabe si esta vez va a terminar, que ya ha corrido unas 60 maratones y le duele un poco el cuerpo. (Luego vi que acabó en poco más de cuatro horas) Nos deseamos suerte y comienza la carrera.

En el móvil he metido canciones que, según lo previsto, deberían durarme hasta cruzar meta. Se han autocolocado por orden alfabético así que empieza sonando Akon. Con un trote suave y la brigada paracaidista delante de mí, voy “calentando” motores hasta el Bernabeu. Allí se separan los destinos de los maratonianos y la carrera de 10 km. Estos últimos nos aplauden: “Vamos valientes, a por ello”, nos gritan. El año pasado yo estaba de ese lado aplaudiendo a los maratonianos. Ahí es cuando decidí estar en los 42 km hoy. Me empiezo a emocionar y pienso: “hala, niña, las lágrimas para la meta, que te quedan 38 km todavía”

Escucho Born to run, por la zona de Chamartín; de repente un italiano que corre en grupo se pega una torta monumental delante de mí. “Acordonamos” la zona entre tres o cuatro y le ayudamos a levantarse. Continúa como si nada, maldiciendo en su idioma a su propia torpeza. Yo no digo nada, claro, me caí igual en la última San Silvestre.

Sé que voy entre los globos de 4:00 horas y 4:15 y me siento fenomenal. En la fuente de los Delfines suena Chet Baker, luego Ella Fitgerald;  me arropan con su voz cálida y tan familiar para mí. Llevo 12 kilómetros fresca como una lechuga, disfrutando de la carrera. La zona de Guzmán el Bueno se estrecha bastante y aparece la primera ambulancia llevándose a alguien. Casi nos hace saltarnos la alfombrilla de control. En Alberto Aguilera (km. 16) de repente me desoriento, como si no conociera la calle, pero al llegar a Fuencarral, con la Gran Vía a la vista empiezan otra vez los pensamientos positivos: la primera vez que corrí en montaña y la sensación de grandeza y pequeñez mezcladas que sentí al subir a lo más alto.
Después viene uno de los momentos más bonitos de la carrera: Gran Vía, Preciados, la Puerta del Sol y la calle Mayor. Todo atestado de gente animando y con el pelotón tan estirado que parece que te animan a ti sola. La inyección de moral es increíble. De ahí al final de Ferraz se me pasa volando. Hago la media en menos tiempo que la carrera de hace quince días.

En la acera, el Samur atiende a alguien. Me tomo media barrita de frutos rojos: dos centímetros cúbicos de comida que me saben al pastel más delicioso del mundo. En toda la carrera voy alternando el agua que nos dan cada 5 km con mi isotónico, con lo cual bebo un sorbo cada 2,5 km. La avenida de Valladolid se hace interminable y al girar hacia la Casa de Campo oigo mi nombre: Juan y su familia, animando. De repente tengo alas en los pies, aunque me duran hasta el final del primer repecho de ese infierno que es la zona del lago. Ya no hay público. Solo somos gente arrastrando los pies y pasando uno de los momentos más duros de la carrera, en mi opinión, los km que van desde el 27 al 32. En medio de esta “noche de los muertos vivientes” empiezo a pensar en mi padre y en qué diría si hubiera podido verme aquí, intentando acabar un maratón. La casualidad hace que empiece a sonar Angel de Robbie Wiliiams y se me hace un nudo en la garganta que corta mi ritmo de respiración. Un chico me pregunta si estoy bien. Empiezo a pensar en otras cosas para salir de ese bache y comienzo a respirar con normalidad de nuevo. 

Un poco más adelante se me pegan los globos de 4.30 y aunque se me escapan, yo ya sé que voy a hacer ese tiempo neto.

En la Avenida de Portugal me vuelvo a meter bajo una cortina de agua mientras suena The End, de los Doors. Muy apropiado, pienso. En ese momento, esta psicodelia se parece a la sensación de irrealidad que tengo encima, donde no quiero pensar en las plantas de los pies ni en mis tobillos para olvidarme de que existe el dolor y que lo llevo puesto hace rato. Mis cuádriceps y tendones rotulianos parecen estar contentos, entre el antiinflamatorio que me tomé en el km. 20 y las toneladas de Reflex que me han ido facilitando los patinadores.

En el km 37 la mayoría de mis compañeros de carrera va andando. Yo me he propuesto correr hasta el final. No quiero parar. “Deja que tire tu cabeza, tienes que ser muy fuerte ahora” me dice una chica con la que me he encontrado 3 veces. Subo Alfonso XII, que a estas alturas me parece una etapa de montaña del Tour de Francia. Entro en el Retiro intentando esprintar. “A darlo todo”, me digo. “No te quedes con nada”. 

Cruzo la meta con los brazos en alto y lágrimas en los ojos. Me acuerdo de las palabras de Kilian Jornet cuando, muchas horas después de él,  ve al grueso de carrera del UTMB entrar en meta y emocionarse. “Qué cabrones, -dice- ellos sí que han ganado”. Pues eso, Kilian: yo también he ganado.

Gracias a todos los que han puesto su granito de arena para hacerme sentir que podía cumplir este reto personal.