lunes, 22 de septiembre de 2014

Madrid-Segovia: el corazón de los 100 km

Este fin de semana hemos disfrutado de la V edición de los 100 km Madrid-Segovia. Durante unos días vamos a tener la oportunidad de leer muchas crónicas de los corredores que participaron. Nos ofrecerán su perspectiva contándonos sus buenos y malos momentos, la satisfacción de acabar, de mejorar una marca o la decisión acertada de retirarse cuando una lesión o las fuerzas de cada uno se lo hayan impedido. 

Yo corrí la carrera en 2012  y me apunté sin dudarlo en 2013. Desde el mismo momento de cruzar la meta empecé a pensar en la siguiente edición. Pero una fractura no me dejó preparar la prueba. Decidí entonces participar como voluntaria para devolver de alguna manera a otros corredores todo lo que cien voluntarios anónimos me habían hecho sentir ese día: acompañamiento, cariño, entrega, alegría.... Este año he vuelto a repetir ayudando porque la experiencia anterior valió mucho la pena. Quiero que esta aportación sirva de homenaje a ese grupo de más de cien personas que hacen posible la carrera y por eso voy a contar la crónica de la prueba desde este otro lado, el del voluntario. 

Empezamos calentando motores el viernes por la tarde, marcando el tramo desde Cercedilla. Otros compañeros están marcando por la zona de  Barranca y sus cintas acabarán donde empiezan las nuestras. En todo momento tratamos de pensar en cómo verá la marca un corredor que llegue por ahí: de día todo puede parecer evidente, pero cansado y a la una de la mañana las cosas se ven de otra forma. Cruzamos los dedos para que nadie retire marcas que son esenciales en algunos puntos, (luego nos enteramos de que desafortunadamente no fue así).  Se nos hace de noche y llueve ligeramente, así que no podemos terminar todo lo planeado para esa tarde porque además tenemos un imprevisto técnico (la llave de la cancela que tenemos no corresponde a la cerradura) y eso nos retrasa bastante. Volvemos a casa. 

El sábado muy temprano, mientras otros compañeros voluntarios están ya en Plaza de Castilla recogiendo mochilas, volvemos a la zona de Cercedilla a terminar las marcas y seguir hasta Segovia balizando. La niebla hace su aparición y nos regala un momento mágico a esa hora en el Alto de Fuenfría, a siete grados de silencio y frescor. Traqueteando con el coche por la pista llegamos al Corral de la Desesperada, nuestro avituallamiento, donde hay que dejar las cuatro ruedas y seguir marcando hacia abajo. Son las nueve de la mañana ya. Otro equipo de compañeros estará llegando a marcar en la zona de Riofrío a meta. Tardan tres horas en marcar concienzudamente siete kilómetros, buscando siempre la mejor opción, dado que a veces es complicado poner la cinta cuando no hay soportes.

A las dos de la tarde estamos de nuevo en el puesto de avituallamiento y empezamos a descargar lo que trae el camión: ¡600 litros de agua ocupan mucho! Organizamos todo lo mejor que podemos: isotónico, caldo, fruta... igual que en otros puestos, aparecen las ollas y cuchillos que hemos traído de casa para montar el puesto y que los corredores se lo encuentren todo preparado. Las avispas también quieren fruta y tenemos una batalla durante todas las horas de sol: no queremos que ningún corredor se lleve un picotazo cuando vaya a por un plátano. Recibo una llamada desde Fuenfría “Ya baja el primero”, me dice el voluntario.
 A las 16:09 aparece el primer corredor. Se detiene poco tiempo, sella y continúa adelante. Las horas de la tarde se suceden, con la fortuna de que una tormenta que se cernía a lo lejos decide retirarse al norte. A medida que se acerca la noche empiezan a bajar las temperaturas y ponemos el caldo y el café a calentar. Jorge maneja el grifo del agua a la perfección, ayudando a quien lo necesita con su camel, bidón o vaso plegable. Pienso “recién operado de la nariz y ahí está, sin sentarse durante no sé cuántas horas ya, removiendo el café a quien no puede casi ni sujetar el vaso”. Maite ofrece con cada caldo la mejor de sus sonrisas, animando a aquellos que vienen un poco decaídos o llevándoles el vaso hasta el sitio donde se han “dejado caer”.

- Gracias por todo, de verdad- nos dicen algunos corredores. En otros, basta con la mirada para entendernos.

Graham trata de mantener la olla a una temperatura adecuada para que nadie se queme con el líquido pero siempre esté caliente. Mónica sella y apunta los dorsales en una hoja. Entre Juan y yo nos organizamos con el resto: compactar bidones de agua, cambiar bolsas de basura, cortar naranjas, mezclar el café, recoger los plásticos que caen por el suelo... Empiezan a aparecer nuestros amigos de entrenamientos, caras conocidas que nos dan mucha alegría al ver que vienen frescos y con fuerza suficiente para acabar bien la carrera.

A media noche se nos incorpora un fichaje de última hora. Llega Beto, que acababa de trabajar a las nueve y no ha querido perder la oportunidad de echar un cable en nuestro puesto. Así podemos relevar a quien necesite tomarse un respiro. Al cansancio que de por sí implica el atender el puesto se suma el de tener que explicar muchas cosas que están en el reglamento de la carrera y que algunos parecen no haber leído: por qué hay que llevar su propio recipiente de líquido, por qué hay que ponerse la luz (frontal o de posición), por qué si te has apuntado como marchador no puedes correr etc.

Entrada la noche llega la gente muy cansada ya. Nos avisan de la evacuación de cuatro corredores en el todoterreno de Javier. Cuando se detiene a mi lado para avisarme de que se los lleva veo sus caras de agotamiento y frío con cierta preocupación.

                 - Qué os recuperéis bien, ánimo-  les digo.

Llega un corredor con unos problemas musculares tremendos y tratamos de que se recupere envolviéndole bien en la manta térmica, sentándole y dándole caldo cada rato, pero finalmente se le evacúa en ambulancia. Entre los corredores hay de todo, alguno baja muy cansado y de mal humor (todavía recuerdo el “lanzamiento de vaso” del año pasado de un corredor que se había perdido). Intentamos que no nos afecte. Con casi 90 kilómetros en las piernas y a las tres de la mañana uno no es muy dueño de sus actos. Otros corredores son dignos de admiración: gente muy heterogénea, algunos entrados ya en años, que terminan porque les guía una fuerza de voluntad y un espíritu de superación inconmensurable.

A las tres de la mañana me llama mi compañero de Fuenfría:

                 - Baja el peregrino

Viene el marchador escoba. Calculo que en un par de horas podremos empezar a recoger todo. Cuando llega nos queda la tranquilidad de que por nuestra parte casi hemos acabado. Ya no hay corredores detrás, aunque todavía están de camino a meta. En tiempo record, el equipo recoge el lugar: plegar carpa, cargar la basura en la furgoneta, la bebida sobrante, nuestras ollas, mesas y sillas y hacer una última inspección del lugar por si hubiera basura que no hemos detectado. Hacerlo de noche, a la luz del frontal, es un poco complicado. Encontramos un vaso de plástico a unos cien metros del avituallamiento, menos mal que no se quedó ahí.

Aprovechamos el viaje de bajada para quitar la señal del kilómetro 90 y cerrar con candado la barrera que da acceso a la pista forestal. Son las seis de la mañana y tratamos de dejar el monte como lo hemos encontrado. 

Nos espera un chocolate caliente en meta, que una compañera voluntaria remueve continuamente “para que no se pegue”, me dice. 


Acaba la quinta edición de una aventura que sólo es posible por la ilusión, el tesón, la alegría y la energía de quienes entregan parte de su tiempo libre porque otros puedan cumplir un reto deportivo y personal muy especial: el de sentirse héroes por un día.

domingo, 4 de mayo de 2014

Ruta circular de la Mujer Muerta



Hacía tiempo que tenía ganas de hacer esta ruta. Varias veces he visto el valle del río desde Peña del Águila, tan frondoso, con el embalse de las Tabladillas abajo y la cuerda de la Mujer Muerta al fondo. Así que mi amigo Claudio y yo aparcamos las zapatillas de correr y nos animamos a hacer la caminata en plan mochila y bocadillos.

Empezamos el camino desde la portilla que sale un poco más arriba de la fuente de Majavilán. Toda esa zona es conocida para mi y por tanto fácil, no hay que mirar mapa ni pensar. La subida hacia el collado de Marichiva por el camino de puntos rojos presagia las siguientes, mucho más duras y desprotegidas. Ya en el collado nos encontramos con algunos caminantes que están tomándose el bocata, pero preferimos dejar el momento de descanso para la cima de Montón de Trigo. Subimos al “Montón de piedras” por el camino tradicional, atravesando Cerro Minguete y hacemos una parada de té caliente y bizcocho para reponer fuerzas. El día es muy claro y podemos ver las cumbres nevadas de Gredos en la distancia. Desde Montón de Trigo la figura de la Cuerda de la Mujer Muerta es impresionante, con algunos neveros que todavía aguantan a pesar del sol y el calor. 

Al bajar hacia el siguiente collado compruebo que el GPS ha muerto, probablemente se le han acabado las pilas. SIEMPRE llevo pilas de repuesto y nunca las he necesitado, menos hoy… que sucede justo lo contrario  La siguiente cumbre es La Pinareja, el punto más alto del recorrido y la subida más abrupta: mucho canchal de piedra y pendiente muy acusada. Como el recorrido crestea casi todo el tiempo, no me preocupo por no tener el GPS, se ve muy claro por donde ir. Además tengo el mapa en papel para cuando dejemos la cuerda y estemos en el valle cerca del embalse., aunque no cubre toda la zona por la que tenemos que pasar. Esto será un problema, como comprobamos más tarde.

En la Peña del Oso nos da la hora de comer, así que bocadillo y cerveza fría, que había venido bien resguardada en una funda especial para botellas. La parada es bastante larga, en una repisa de rocas donde no sopla el aire. Antes de irnos, hacemos la foto de rigor con los ositos del vértice geodésico y seguimos el camino. Cuando llegamos al Pico del Pasapán ya solo queda lo fácil. El problema es que mi mapa en papel acaba ahí y toda la zona de senda que debía llevarnos hasta la presa la hacemos a ciegas. Fruto de todo esto es un camino que debimos tomar y no vimos, y un atroche por la ladera, bajando por una pendiente bastante inclinada aunque cómoda, toda de hierba “acolchada”. Al llegar al camino grande que discurre en paralelo al río a la salida del embalse pensamos estar mucho más hacia el noreste de lo que en realidad estábamos y continuamos equivocadamente el curso del río Moros hacia abajo. El embalse no aparece porque lo habíamos dejado atrás sin saberlo, así que, conscientes de que no estamos donde creíamos estar, entre desandar lo andado y buscar otra solución,  tiramos de altímetro y tomamos la decisión de subir 200 metros de desnivel a campo través para dar con un camino que aparece en mi mapa en papel en la cota de 1600 metros y NECESARIAMENTE debía estar por encima de nosotros si encontrábamos un buen sitio para cruzar el río.  Vemos una zona piedras que pueden servir de puente y cruzamos: Claudio en dos zancadas precisas, yo torpemente, metiendo el pie en el agua y casi resbalando (cómo no, marca de la casa).  Después todo para arriba. 

Doscientos metros de desnivel en un trozo tan corto es un sufrimiento para los gemelos y con tantas horas y desnivel en las piernas estábamos ya rezando para que apareciese el camino. Cuando llega Claudio un poco más arriba y me hace una señal con la mano, sé que ha encontrado la “autopista”: por fin un camino ancho y llano para dar tregua a los músculos.  Ya en el camino nos volvemos a “situar” en el mapa. Aparece el refugio de la Vaqueriza a nuestra izquierda: qué bien sienta saber dónde estás.  Caminamos un poco y tomamos una subida a la derecha que nos lleva en unos cientos de metros hasta el collado de Marichiva de nuevo. Bajamos por la misma senda que hicimos a la ida y terminamos la circular reponiendo fuerzas en Cirilo, como manda la tradición.

Nuestros relojes no se ponen de acuerdo y nos dan distancias diferentes: algo más de 21 o 25 km. Yo  creo que son unos 24, que me parece la distancia que mas se aproxima a otros tracks que he visto de la ruta en internet. En definitiva, excursión que habrá que repetir (con pilas de repuesto) y más protector solar…

Dejo el recorrido original (el que estaba planeado) aquí, gracias a  Rutas serranas y el track real que hicimos según la app de seguimiento en vivo de Claudio

viernes, 9 de agosto de 2013

"Enamorarse" a los cuarenta (o casi). Crónica de una fractura.




El 13 de abril, entrenando para el Trail de Peñalara de 80 km, me senté en el mirador de las Canchas y con la Maliciosa delante como testigo, me prometí dejar de correr por montaña, de preparar carreras, de usar un cronómetro ni nada que se le pareciese. Estaba dejando de tener sentido el hecho de ponerme un dorsal. Me llevó más de quince minutos de lágrimas y silencio el hacerme consciente de todo eso. Era muy temprano y no había nadie a mi alrededor. Sentía un agotamiento mental que nunca antes había experimentado. Cuando volví al parking de la Barranca encontré a una corredora que subía con su perro. “Qué madrugadora” me dijo sonriendo,  “ánimo”.  Esto hizo que desapareciera en parte la desmotivación que tenía en ese momento hacia el trail running. Pensé “no hay que ser tan drástica, medita y decide en frío después de hablarlo con alguien”.


 Lo cierto es que los entrenamientos reglados y exigentes que estaba haciendo para la carrera empezaban a ser incompatibles con mi vida de profesora, estudiante de doctorado, madre y directora de coro. Desafortunadamente, y cuando ya mi mente había aceptado hasta el fondo el desafío de Peñalara, la suerte decidió por mí y el 26 de mayo me rompí el maleolo del peroné entrenando en La Pedriza. Ya no tenía que tomar ninguna decisión, al menos de momento. Fin de la función y adiós Trail de Peñalara, Madrid-Segovia y resto de proyectos durante unos cuantos meses.

Pasé diez días inmovilizada con una férula hasta que me escayolaron y me dejaron moverme un poco más, lamentándome y preguntándome por qué me había pasado esto a mí.
La retirada forzosa te deja mucho tiempo para pensar y eso casi siempre es bueno. Mirando hacia atrás en el tiempo he analizado como ha sido el proceso que me ha llevado hasta aquí. No he hecho deporte en mi vida hasta después de nacer mi segundo hijo. Siete años más tarde, entre cervezas y risas, unos cuantos decidimos hacer la San Silvestre vallecana (típica iniciación).  Por aquel entonces solo hacía asfalto y más asfalto. Meses después un amigo me cambiaba la vida (tal cual lo digo) animándome y acompañándome a entrenar una tarde por Abantos.

Todavía hoy mi mente utiliza esa sensación de infinita libertad del primer entrenamiento en la montaña como amuleto para cuando las fuerzas flaquean y pesan los kilómetros.


Sin buscarlo expresamente, las salidas semanales al campo han ido infiltrándose en mi cotidianeidad hasta no poder prescindir de ellas. Los caminos, los árboles y los riscos de Guadarrama se me han hecho tan necesarios como el aire y no me he dado cuenta hasta que he tenido que pasar muchas semanas alejada de ellos. Cuando me he querido dar cuenta, ese bendito veneno estaba ya tan dentro que era imposible deshacerse de él.
La montaña y el trail me han posibilitado conocer a personas con una capacidad de lucha y sacrificio que yo desconocía, demostrándome que este deporte es bueno para el corazón en todos los sentidos.

A los tres días de quitarme la escayola vi que podía conducir y subí sola a la Barranca a sentarme en la fuente de Mingo (a un ritmo extremadamente lento, lo máximo que me permitía mi maltrecho tobillo), para recuperar parte de las sensaciones que la lejanía me había quitado. Era como volver a casa. El paseo a cámara lenta te proporciona impresiones diferentes a las que tienes cuando vas entrenando. Una de las cosas que he aprendido es que es muy hermoso caminar y observar, sentir la montaña, no sólo usarla como pista de atletismo, sentarse como parte del paisaje y dejar que sea la naturaleza quien te invada, invirtiendo la fórmula habitual.

Nos hemos encontrado de manera tardía la montaña y yo en una relación que se ha vuelto inconmovible.  A causa de la fractura he escuchado muchos comentarios. Hay quien te dice “estaba claro que te ibas a romper algo, tú nunca has hecho deporte” o “desde que te ha dado por esto del trail…” A mi no “me ha dado”. Yo reivindico el derecho a apasionarse por lo que sea, aunque solo te queden tres minutos de vida. Las pasiones no son menos auténticas por ser más tardías. Con la debida prudencia y preparación, los límites están donde nosotros los ponemos.

Ahora, a menos de un mes de poder corretear de nuevo por el monte, recorro en bicicleta los caminos y calas de Cádiz, viendo como una fractura que en principio me parecía un abismo va quedando poco a poco atrás, sin secuelas, salvo el miedo, que imagino irá desapareciendo a medida que vuelva a la sierra. ¿Qué son tres o cuatro meses de parón en el cómputo de toda una vida?

El día 29 de junio fui a la meta del TP 80K con mi silla de ruedas y mi pierna en alto, a animar a quienes hubieran sido mis compañeros de viaje. Allí saludé al gran Luis Alonso Marcos, que volvía a casa después de hacer historia ganando la carrera que le faltaba para completar la triple corona. 

Felicité a Jorge que por fin veía recompensado su esfuerzo de años, y a Juan, cuya fortaleza nunca dejará de asombrarme. Me convencí de que si de verdad me merece la pena ponerme un dorsal no es por el simple hecho de cruzar la meta, a título individual, sino por sumar tus sueños y tus esfuerzos a la de otros compañeros corredores, por todos los meses de trabajo que hay detrás y por la lucha que haces contigo mismo para convencerte de que puedes lograr tu reto, un reto que está en gran parte, al menos en mi caso, en el camino compartido que vas haciendo.



Gracias a todos los que de una manera u otra me han transmitido sus ánimos y su energía positiva, especialmente a mis queridos compañeros del KBG, que me han  apoyado incondicionalmente todo este tiempo.

miércoles, 22 de mayo de 2013

Alexei Bolotov ha muerto





Así de simple suena decirlo. Una arista afilada desgarró la cuerda que lo ataba a la vida. Su amigo y compañero de expedición, Denis Urubko recogía su cuerpo al día siguiente. En Ekaterinburgo lo esperará su mujer, aquella que nos hizo sonreír a todos los que estábamos un día de noviembre en la Sala Matadero de Madrid, viendo "Pura Vida". Llorosa, se quejaba de lo peligroso que era el alpinismo y del miedo que sentía cada vez que él se marchaba. Cuando volvamos a ver la película, esas palabras nunca más tendrán el mismo sentido, nunca volverán a provocar otra sonrisa.
Sé que todos los que practican este deporte asumen de un modo distinto al resto el hecho de la muerte. Nosotros queremos pensar que los accidentes les pasan a los "turistas" que nunca debieron ir allí, que a ellos, a los expertos, no les pasan estas cosas. Pero no es así. La realidad nos muestra lo contrario y en el fondo no podemos evitar pensar que estas muertes son absurdas.

La montaña es uno de los lugares donde más cosas puedes aprender. Cosas que nadie te puede enseñar. Una vez arriba contemplas el tiempo de otra forma. Ordenas tu vida y tu espíritu. No hay nada semejante.Son un regalo para quienes se miden con ellas. Una vez que has sentido esto, no podrás deshacerte de su hechizo.
Pienso en las familias de todos los que han dejado allí su vida. Desde su óptica, la de la gente que les quiere, nos hemos de plantear si en la balanza pesa más la vida plena, arriesgada e incomparablemente bella que viven o el dolor de los que se quedan añorándoles para siempre. Seguramente, si estuviera en su lugar, tendría la respuesta.

D.E.P.

lunes, 26 de noviembre de 2012

Montañas de una vida

"Las montañas no son más que el reflejo de nuestro espíritu"

Acabo de terminar este relato de un grande: Walter Bonatti. Si hay algo que puedo decir con seguridad de este libro es que es una lección: detrás de las hazañas de alpinismo extremo que narra, encontramos un personaje íntegro, que lucha por elegir su propio camino, un aventurero de verdad, ahora que abunda lo falso y lo comercial.

A lo largo de sus páginas nos introducimos en un mundo vertical, de hielo, tormentas, vivacs imposibles en un saliente de roca, avalanchas que pasan rozando la vida y te hacen plantearte lo pequeño y lo grande que es el hombre ante una cima.

Estremecedor es el relato de la tragedia del Pilar Central del Frêney. Cuando vuelve a aquel lugar, tiempo después, encuentra unos clavos: los puso él aquel día fatídico de 1961. Justo ahí empezó a morir uno de sus compañeros. Se agarra a las mismas cornisas donde ellos trataron de aguantar con sus últimas fuerzas, tratando de que la emoción no lo traicione y pueda mantener la cabeza fría. Esos objetos se convierten de repente en reliquias, tesoros que nos acercan a los que ya no están aquí: un clavo de hielo en una pared, a kilómetros de la civilización, en medio de la nada. Qué cosa más simple y más cargada de sentido.

El relato más humano de todos, aquel en el que el hombre toma conciencia de su dimensión, es en mi opinión, el de la subida invernal a la norte del Cervino en solitario. Al adentrarse en la montaña, al afrontar aquella vía inexplorada hasta ese momento, solo quedan de la civilización las pequeñas señales luminosas que un amigo le hace cada noche desde lejos. En la soledad aterradora de la noche y el hielo habla en voz alta con Zizì, el osito de trapo que la hija de un amigo le ha dado como mascota y que lleva colgado en la mochila.

"Sé que me estoy moviendo en los límites de lo posible, soy consciente de encontrarme tan fuera del mundo que si pienso en algo vivo, en la normalidad, me embarga la emoción" 

Bonatti lanza una bengala blanca y otra verde para indicar que todo va bien. La roja la lleva en la mochila por si decide retirarse. Enseguida se da cuenta de que no va a utilizarla y se deshace de ella. Ya no hay vuelta atrás. Está sólo, con la montaña. En esa bengala roja que cae al vacío sin haber sido utilizada van todas las cosas del mundo que no nos sirven. Seguramente cada uno de nosotros tengamos muchas bengalas rojas que tirar.

Cuando alcanza la cruz metálica de la cumbre, extenuado, asistimos al momento culminante del libro. Ahí se hace verdad algo que cuenta más adelante el mismo Bonatti, al hablar del alpinismo con medios técnicos: "no debemos olvidar que las grandes montañas tienen el valor del hombre que se mide con ellas. Si no, permanecen como estériles montones de piedras".

Leemos estos relatos con fascinación y envidia sana. Pocos de nosotros podríamos o querríamos realmente permitirnos emular a Bonatti, a Herzog, a Kukuczka, con todo lo que implicaría. Cada uno tenemos nuestro particular Annapurna, a veces tan válido como el de ellos. Pero acercarse a estas hazañas a través de la literatura nos hace tener otra perspectiva de la vida: no sólo alimentan nuestros sueños, también nuestro coraje, nuestra fortaleza, y sobre todo, la intención de no rendirse nunca.

domingo, 25 de noviembre de 2012

Maratón Divina Pastora. Valencia 18/11/2012

Segunda vez que participo en los 42,195 km.

Entrenamiento:
Poco. Estaba con cierto reposo desde los 100 km de la Madrid-Segovia en septiembre y en periodo de rehabilitación de los metatarsianos que al final me cobraron su peaje.

Expectativas:
Disfrutar de una ciudad que no conocía. Acabar sin dolor (sin mucho dolor). Hacer un tiempo similar o mejor al de la última y única vez que he corrido esta distancia.

En la línea de salida luce el sol. Nos habían pronosticado lluvia y la noche anterior cayó una tormenta de cuidado. Así que estamos todos realmente contentos de librarnos de acabar como sopas. 
Traca inicial en la salida: no podía ser de otro modo estando en Valencia.

Empiezo, como siempre, muy conservadora, pero empiezo a notar molestias musculares enseguida. Parece que a los diez kilómetros, en caliente, la cosa mejora y mi optimismo crece. Crece hasta que miro el reloj y constato, una vez más, que cada día soy más lenta. 
Observo a la gente que me rodea. Cada uno corre con un estilo distinto, algunos no tienen "pinta" de poder acabar un maratón. Si de algo te sirven estas carreras es para echar por tierra multitud de prejuicios: gente con sobrepeso, con pisada asimétrica, personas que parecen arrastrarse desde el primer kilómetro... muchos terminan porque han decidido acabar. A lo largo de esos cuarenta y dos kilómetros se concentra una cantidad infinita de fuerza de voluntad, de espíritu de superación y de fe en uno mismo, más allá de lo externo, de lo superficial. 
El primer individuo que tuvo la idea de poner a un corredor popular su nombre de pila en el dorsal no sabía (o sí) lo que estaba haciendo por nosotros. Oír durante cuatro horas y media tu nombre, junto con palabras de ánimo, cada vez que estás a punto de desfallecer, te da una energía suplementaria que no logra ningún gel de hidratos. Lo cierto es que llego bastante entera al km 21 y pienso: bueno, ya solo queda otro tanto. A partir de ahí y hasta el km 27, hay una recta interminable que se recorre primero en un sentido y luego en otro, aburridísima, sin apenas público. En ese momento me da un bajón anímico y llega el pensamiento fatal "¿por qué no me voy a mi casa?".
Un poco más adelante pasamos por un túnel subterráneo. Hay música tecno a todo volumen, adapto mi ritmo de carrera al pulso de la música durante unos minutos,  parece que pasa la nube y puedo continuar. En el 30 ya noto bastante dolor en la planta del pie derecho, pero me convenzo a mi misma pensando que es normal que te duela algo cuando llevas tantos kilómetros encima. En el 37 paso bajo una cortina de agua. Mucha gente camina ya. Hay un chico en el suelo con un calambre gemelar, al que intentan ayudar sus compañeros. Su gesto de dolor lo dice todo.
De repente subo el ritmo. Veo que estoy a punto de acabar y me da la sensación de ir sola, por lo estirado que va el pelotón. Estoy en un momento de sufrimiento extremo, literalmente a punto de llorar de agotamiento y dolor, pero el kilómetro final está lleno de público que repite tu nombre. Sabes que en cuestión de minutos todo habrá terminado.
Un corredor de cierta edad cae desplomado al suelo y en seguida la gente acude en su ayuda. 
 En la última curva, a trescientos metros de la meta, veo a mi marido y a mis hijos que me animan. Me emociono mucho, y más aún cuando piso la alfombra azul de la recta final, una plataforma sobre el agua que te hace sentir que flotas y vuelas, todo al mismo tiempo. 
Al cruzar la meta me quedo clavada, casi sin poder caminar, tratando de hacer avanzar a mi cuerpo hacia el avituallamiento. Tu cabeza da órdenes pero nada obedece. Apenas puedo mover el pie derecho. Parece que llevo ahí algo que no es mío, aunque duele y me hace cojear levemente. Viendo tanta gente tirada en el suelo, todavía me siento afortunada. Menos mal que el hotel está al lado, pienso.

Varias cosas he aprendido esta vez:

  1. Esta prueba requiere una fortaleza mental enorme. A diferencia de la montaña, que te alimenta a cada paso, el asfalto lo destruye todo y te da muy poco.
  2. Para mejorar, por poco que sea, hay que trabajar, o sea, entrenar. Y de manera muy global: cada parte del cuerpo cuenta.
  3. Casi cualquiera puede acabar un maratón. Ni siquiera te hace falta estar en una forma increíble, tener buenos genes o entrenar setenta kilómetros por semana:  "sólo" te hace falta un buen motivo, un excelente motivo que puedas repetirte durante cuatro o cinco horas seguidas.



lunes, 24 de septiembre de 2012

100 km. Madrid-Segovia

Cuando me inscribí en esta carrera, lo hice con las dudas de quien no ha hecho nunca cien kilómetros. El objetivo no podía ser otro que llegar. La misma mañana de la carrera se empezaron a cruzar en mi cabeza todo tipo de inseguridades: ¿por qué me he apuntado? Esto es una locura. No voy  a poder. En la línea de meta había caras de preocupación. Hablas con amigos que ya han pasado esa experiencia. Te cuentan que hay que dosificarse, alimentarse a conciencia, subir andando-bajar trotando, usar la cabeza... Que cuando llegas a meta lo único que quieres es que alguien te felicite y te abrace.

Los primeros treinta kilómetros se pasan bien. Todavía no aprieta el calor. Los nervios iniciales han pasado: hay que ser muy precavido para no lanzarse y reservar energía para los momentos más duros. Vamos en grupo, hablando y compartiendo nuestras sensaciones. A medida que la carrera avanza los silencios son más largos. Cada uno se concentra en su propio caminar, aunque nos esforzamos por no parecer barcos a la deriva; en estos momentos, cuando animas a quien va a tu lado, en el fondo no dejas de animarte a tí mismo.

Al recordar ahora retrospectivamente todo el recorrido, me vienen multitud de detalles: las niñas con la camiseta del Tierra Trágame, desgañitándose para animarme cada vez que las vi en varios puntos de la carrera, el señor de más de sesenta años que había hecho veinte carreras de cien kilómetros, junto al que caminé un buen rato, los voluntarios, amables y cercanos en todo momento, el calor del mediodía, que fue lo único que me hizo dudar por un momento de mis posibilidades de acabar, la puesta de sol preciosa, desde lo alto, viendo la civilización a lo lejos y las dos torres bajo las cuales habíamos comenzado a correr hacía ya muchas horas...

En una carrera de más de cuarenta kilómetros, cuyo resultado para un corredor popular escapa a lo predecible por la cantidad de factores que entran en juego,  hay un momento en el que sabes que vas a llegar. Es una certeza que va más allá del simple "deseo" de llegar que tienes en el arco de salida. Este cambio que se opera en la mente, desde el "ojalá acabe la carrera" hasta el "sé que voy a acabar", a mi me sucedió en el kilómetro cincuenta y cuatro. Esta certidumbre me hizo olvidar durante muchos minutos, que cuando has decidido ser equipo, lo más importante es evaluar el sufrimiento de quienes te acompañan y actuar en consecuencia. Pensar que parar no es una derrota, sino una concesión momentánea, porque como bien decía el lema del maratón de Nueva York "the race ends, the road never does". En cualquier caso, ahora ya no podemos pensar en otra cosa más que en lo sucedido. No se puede dar marcha atrás al tiempo, pero tengo claro que si algo desvirtúa la sensación de plenitud que me puede haber dejado esta carrera es la constatación del dolor ajeno y la posibilidad de que ese dolor no compense la victoria.

Cuando te quedan veinticinco kilómetros para la meta, ya da todo igual. Tu cuerpo se mueve como el de un autómata y se acostumbra al dolor de cada paso. Sólo funcionan los mecanismos mentales rutinarios: contar, canturrear. Desaparece cualquier pensamiento creativo, cualquier posibilidad de inspiración. Bajando desde la Fuenfría pedí a mi cuerpo un último esfuerzo para trotar, para "dejarme caer" hasta la Cruz de la Gallega. Al menos ahí ya vería las luces de Segovia, pero sentí que el trote que podía acometer era poco efectivo en cuanto a ganancia de tiempo y costoso muscularmente: en resumen, no resultaba rentable. Dos corredores que habían parado conmigo en el alto del puerto me pasaron corriendo. Doscientos metros antes del siguiente avituallamiento estaban desfondados y volvieron a andar. Les dejé atrás de nuevo. Ahí me di cuenta de que da igual correr o andar: hay que AVANZAR SIN PAUSA Es la clave para llegar.

Poco después el cansancio hacía que se me cerrasen los ojos y decidí tomarme un gel con cafeína para no dormirme de pie. Oía que me llamaban, pero no era nadie. Veía sombras entre los árboles, fantasmas desdibujados que acompañaban a los cientos de zombis que aún estábamos ahí, con un mismo objetivo: llegar, llegar de una vez. Hacía tiempo que se había acabado la batería de mi Garmin. No sabía la hora ni donde estaba. No quería hablar con nadie ni escuchar ninguna conversación. Los diálogos se limitaban a la información de los kilómetros que quedaban hasta el final, en una cuenta atrás llena de agonía para muchos. En medio de la noche, los frontales de quienes todavía estaban en la montaña formaban una hilera de luz, como un gusano gigante que desciendese desde lo alto hacia la ciudad. La imagen era impactante.

A un kilómetro de la meta de repente se esfumó el dolor. Aparece alguien que no conoces, que vuelve a su casa a las cuatro de la mañana, en una calle solitaria de Segovia. Te anima por tu nombre, escrito en el dorsal. Oyes decir "vamos, valiente, la meta está ahí abajo, ya has llegado". Mi cuerpo quería correr, volar, sabiendo que era el último esfuerzo, que daba lo mismo llegar sin aliento, porque ahí, a cuatro minutos estaba el final. Corrí cuanto pude, cuesta abajo, dejando atrás a mis compañeros, en un gesto que seguramente era insolidario. Pero mi cabeza se rindió en ese momento, lo lógico y lo ético dejaron de existir. Crucé la meta oyendo aplausos, sin sensación de cansancio. Sin sensación, en realidad, porque ya no sientes tu cuerpo.

Y vi que era cierto, que lo único que necesitas cuando acabas una carrera de cien kilómetros es que alguien te felicite y te de un abrazo.


Gracias a Juan A. por tu valor, a Juan, por tu fortaleza, a Jorge, por tu aparición providencial, a Raúl por tu generosidad, a Ana, Manu, Belén, Rita, Ainhoa, Alberto, Diego, Yolanda, Emilio, Pedro, Eduardo, Juan Carlos, por vuestros ánimos y vuestras presencias reales y virtuales, a Claudio por creer y esperar.