Este fin de semana hemos
disfrutado de la V edición de los 100 km Madrid-Segovia. Durante unos días
vamos a tener la oportunidad de leer muchas crónicas de los corredores que
participaron. Nos ofrecerán su perspectiva contándonos sus buenos y malos
momentos, la satisfacción de acabar, de mejorar una marca o la decisión
acertada de retirarse cuando una lesión o las fuerzas de cada uno se lo hayan
impedido.
Yo corrí la carrera en 2012 y
me apunté sin dudarlo en 2013. Desde el mismo momento de cruzar la meta empecé
a pensar en la siguiente edición. Pero una fractura no me dejó preparar la
prueba. Decidí entonces participar como voluntaria para devolver de alguna
manera a otros corredores todo lo que cien voluntarios anónimos me habían hecho
sentir ese día: acompañamiento, cariño, entrega, alegría.... Este año he vuelto
a repetir ayudando porque la experiencia anterior valió mucho la pena. Quiero
que esta aportación sirva de homenaje a ese grupo de más de cien personas que
hacen posible la carrera y por eso voy a contar la crónica de la prueba desde
este otro lado, el del voluntario.
Empezamos calentando motores el viernes por
la tarde, marcando el tramo desde Cercedilla. Otros compañeros están marcando
por la zona de Barranca y sus cintas
acabarán donde empiezan las nuestras. En todo momento tratamos de pensar en
cómo verá la marca un corredor que llegue por ahí: de día todo puede parecer
evidente, pero cansado y a la una de la mañana las cosas se ven de otra forma. Cruzamos
los dedos para que nadie retire marcas que son esenciales en algunos puntos, (luego
nos enteramos de que desafortunadamente no fue así). Se nos hace de noche y llueve ligeramente,
así que no podemos terminar todo lo planeado para esa tarde porque además
tenemos un imprevisto técnico (la llave de la cancela que tenemos no
corresponde a la cerradura) y eso nos retrasa bastante. Volvemos a casa.
El
sábado muy temprano, mientras otros compañeros voluntarios están ya en Plaza de
Castilla recogiendo mochilas, volvemos a la zona de Cercedilla a terminar las
marcas y seguir hasta Segovia balizando. La niebla hace su aparición y nos
regala un momento mágico a esa hora en el Alto de Fuenfría, a siete grados de
silencio y frescor. Traqueteando con el coche por la pista llegamos al Corral
de la Desesperada, nuestro avituallamiento, donde hay que dejar las cuatro
ruedas y seguir marcando hacia abajo. Son las nueve de la mañana ya. Otro
equipo de compañeros estará llegando a marcar en la zona de Riofrío a meta. Tardan
tres horas en marcar concienzudamente siete kilómetros, buscando siempre la
mejor opción, dado que a veces es complicado poner la cinta cuando no hay
soportes.
A las dos de la tarde
estamos de nuevo en el puesto de avituallamiento y empezamos a descargar lo que
trae el camión: ¡600 litros de agua ocupan mucho! Organizamos todo lo mejor que
podemos: isotónico, caldo, fruta... igual que en otros puestos, aparecen las
ollas y cuchillos que hemos traído de casa para montar el puesto y que los
corredores se lo encuentren todo preparado. Las avispas también quieren fruta y
tenemos una batalla durante todas las horas de sol: no queremos que ningún
corredor se lleve un picotazo cuando vaya a por un plátano. Recibo una llamada
desde Fuenfría “Ya baja el primero”, me dice el voluntario.
A las 16:09 aparece
el primer corredor. Se detiene poco tiempo, sella y continúa adelante. Las
horas de la tarde se suceden, con la fortuna de que una tormenta que se cernía
a lo lejos decide retirarse al norte. A medida que se acerca la noche empiezan
a bajar las temperaturas y ponemos el caldo y el café a calentar. Jorge maneja
el grifo del agua a la perfección, ayudando a quien lo necesita con su camel,
bidón o vaso plegable. Pienso “recién operado de la nariz y ahí está, sin
sentarse durante no sé cuántas horas ya, removiendo el café a quien no puede
casi ni sujetar el vaso”. Maite ofrece con cada caldo la mejor de sus sonrisas,
animando a aquellos que vienen un poco decaídos o llevándoles el vaso hasta el
sitio donde se han “dejado caer”.
- Gracias por todo, de
verdad- nos dicen algunos corredores. En otros, basta con la mirada para
entendernos.
Graham trata de mantener
la olla a una temperatura adecuada para que nadie se queme con el líquido pero
siempre esté caliente. Mónica sella y apunta los dorsales en una hoja. Entre
Juan y yo nos organizamos con el resto: compactar bidones de agua, cambiar
bolsas de basura, cortar naranjas, mezclar el café, recoger los plásticos que caen por el
suelo... Empiezan a aparecer nuestros amigos de entrenamientos, caras conocidas
que nos dan mucha alegría al ver que vienen frescos y con fuerza suficiente
para acabar bien la carrera.
A media noche se nos
incorpora un fichaje de última hora. Llega Beto, que acababa de trabajar a las
nueve y no ha querido perder la oportunidad de echar un cable en nuestro
puesto. Así podemos relevar a quien necesite tomarse un respiro. Al cansancio
que de por sí implica el atender el puesto se suma el de tener que explicar
muchas cosas que están en el reglamento de la carrera y que algunos parecen no
haber leído: por qué hay que llevar su propio recipiente de líquido, por qué
hay que ponerse la luz (frontal o de posición), por qué si te has apuntado como
marchador no puedes correr etc.
Entrada la noche llega la
gente muy cansada ya. Nos avisan de la evacuación de cuatro corredores en el
todoterreno de Javier. Cuando se detiene a mi lado para avisarme de que se los
lleva veo sus caras de agotamiento y frío con cierta preocupación.
- Qué os recuperéis bien, ánimo- les digo.
Llega un corredor con unos
problemas musculares tremendos y tratamos de que se recupere envolviéndole bien
en la manta térmica, sentándole y dándole caldo cada rato, pero finalmente se
le evacúa en ambulancia. Entre los corredores hay de todo, alguno baja muy
cansado y de mal humor (todavía recuerdo el “lanzamiento de vaso” del año
pasado de un corredor que se había perdido). Intentamos que no nos afecte. Con
casi 90 kilómetros en las piernas y a las tres de la mañana uno no es muy dueño
de sus actos. Otros corredores son dignos de admiración: gente muy heterogénea,
algunos entrados ya en años, que terminan porque les guía una fuerza de
voluntad y un espíritu de superación inconmensurable.
A las tres de la mañana
me llama mi compañero de Fuenfría:
- Baja el peregrino
Viene el marchador
escoba. Calculo que en un par de horas podremos empezar a recoger todo. Cuando
llega nos queda la tranquilidad de que por nuestra parte casi hemos acabado. Ya
no hay corredores detrás, aunque todavía están de camino a meta. En tiempo
record, el equipo recoge el lugar: plegar carpa, cargar la basura en la
furgoneta, la bebida sobrante, nuestras ollas, mesas y sillas y hacer una
última inspección del lugar por si hubiera basura que no hemos detectado.
Hacerlo de noche, a la luz del frontal, es un poco complicado. Encontramos un
vaso de plástico a unos cien metros del avituallamiento, menos mal que no se
quedó ahí.
Aprovechamos el viaje de
bajada para quitar la señal del kilómetro 90 y cerrar con candado la barrera
que da acceso a la pista forestal. Son las seis de la mañana y tratamos de
dejar el monte como lo hemos encontrado.
Nos espera un chocolate caliente en
meta, que una compañera voluntaria remueve continuamente “para que no se pegue”,
me dice.
Acaba la quinta edición
de una aventura que sólo es posible por la ilusión, el tesón, la alegría y la
energía de quienes entregan parte de su tiempo libre porque otros puedan
cumplir un reto deportivo y personal muy especial: el de sentirse héroes por un
día.